La piedra ha sido históricamente símbolo de permanencia, de solidez incuestionable, de una materia resistente al tiempo. Frente a ella, la fotografía —especialmente en su dimensión digital— ha cultivado un mito paralelo: el de la imagen imperecedera, la captura definitiva, la promesa de eternidad visual. Esta exposición se construye precisamente desde la fricción entre esas dos promesas de perdurabilidad, para mostrar cómo ambas se erosionan con el tiempo, se desgastan y se transforman.
Sebastián González parte de una fascinación por lo pétreo. Sus series fotográficas dirigidas al registro de formaciones rocosas en la cordillera andina no idealizan su monumentalidad, sino que las observan como cuerpos vulnerables, agrietados por el tiempo y los elementos. Pero no se detiene en el registro. Rasga, lija, interviene las fotografías: no solo representa el desgaste, lo ejecuta sobre la imagen misma. La fotografía, así, deja de ser documento intangible y se convierte en materia frágil, en superficie erosionada.
En estas series, el paisaje lítico aparece como espejo de un proceso más amplio: todo lo que aparenta permanencia está en realidad sujeto al cambio. Desde esta perspectiva, el desgaste no es decadencia, sino condición de lo vivo y lo real. Las imágenes se deshacen como se deshace el mundo: lentamente, de manera casi imperceptible, pero con efectos irreversibles.
La instalación titulada “Roca expuesta” otorga a este proceso una nueva dimensión. Las impresiones, suspendidas del techo, se disponen en capas que conforman un campo visual estratificado. La luz incide de manera desigual sobre cada plano, haciendo que las superficies frontales aparezcan más nítidas mientras las del fondo se desdibujan progresivamente. Esta disposición produce un efecto visual y simbólico: lo visible se impone sobre lo que se desvanece, como ocurre en la memoria, donde los recuerdos más cercanos conservan su forma mientras otros se disuelven en la distancia. La levedad del papel se contrapone a las texturas pétreas que porta, revelando una paradoja material en la que lo efímero sostiene lo aparentemente duradero, y donde el recuerdo mismo se comporta como una superficie en constante desgaste.
La fotografía en manos de Sebastián no busca conservar la permanencia de las cosas, sino dar cuerpo a su transformación. Las imágenes no son únicamente huellas del desgaste, sino que ellas mismas desgastan y se desgastan. Cada soporte se revela como un cuerpo sensible, sometido a procesos de deterioro y reconfiguración. En esa vulnerabilidad material, la fotografía se aproxima a la memoria: ambas registran, pero también olvidan; ambas retienen algo solo en la medida en que dejan ir lo demás.
Esta exposición propone, entonces, una lectura geológica y poética de la imagen: pensar la fotografía como estrato, como piel sensible que acumula luz, manipulación y olvido. Nos recuerda que toda forma es transitoria, incluso aquellas que nos enseñaron a creer eternas.
Julio Reátegui